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cajalremon

De rotos, descosidos, putrefacciones y otras maravillas

 

Lo erosionado, lo deteriorado, lo desechado, lo roto, el fragmento,...¿en qué momento empezaron a gustarnos tanto? Quizá en algún momento de la década de los años 40 del siglo XX, tal vez incluso ya en los 30.

Algunos artistas plásticos, pintores, seguidores de los movimientos de vanguardia miraban con interés los objetos que presentaban esas características y los incorporaban a sus obras o, más aún, operaban en sus obras de la misma manera, es decir, al pintar un cuadro no solamente ponían pintura según un dibujo, también rasgaban, rompían, fragmentaban la materia y la imagen. Aquello era pura esencia expresiva, el azar cruel de la vida, metáfora de la verdad inhumana. Aquello era la necesaria antiestética que despojaba al arte de la belleza decadente. Había que desterrar la visión de conjunto y tomar la visión del fragmento celular, perder la distancia afectiva, mirar por el microscopio o por el telescopio, construir destruyendo. Aquel tremendismo llenaba el alma, del que hacía y del que miraba, fuera buenas maneras. Sólo se admite la figura monstruosa, antes el mineral que el paisaje, antes el signo que la imagen, la huella que el trazo. Esta orgía de rompe y rasga nos abrió los ojos a la verdad necesaria.

La única mirada válida es la del niño o la del loco. Así se pensó hasta el punto de creer que sabíamos cuál era la mirada del niño o del loco.

Pero al final qué éxito. Las obras así creadas se cotizaron como las que más. Se imitaron. Se enseñaron en las escuelas. Las compraron los poderosos para colgarlas de las paredes de sus casas, para presidir sus salones o sus jardines. Allí estaba aquella explosión de expresividad, de verdad sin concesiones, en la mansión palaciega, en el chalet funcional, tan a gusto entre el mobiliario de lujo o de diseño. Los decoradores las llegaron a adorar, qué bien encajaban en sus proyectos.

 

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